Por Juanjo Baquedano
La bola de nieve comenzó el pasado verano al ser una de las comidillas del Festival de Venecia. Los epítetos se acumulaban (y aumentaban) conforme se acercaba su estreno mundial el pasado diciembre y eso era algo que he de reconocer que me hizo ponerme doblemente en guardia: Por aquello que sucede tantas veces de las altas expectativas generadas por la prensa y porque no compartí los elogios que de manera casi generalizada recibió su debut en largo, la muy técnica pero algo simplona Whiplash, cuyo responsable musical, Justin Hurwitz, también se encarga de la músia de esta. Pero aún con todas las precauciones, y porque siempre le he tenido cariño al género, me podía la curiosidad de ver como sería esta tan cacareada enésima renovación (o será mejor decir reivindicación) del musical clásico hollywoodense.
Para ser francos, y aún habiendo disfrutado muchísimo de la película, hay que reconocer que la historia de Mia y Seb es más bien simple y del todo arquetípica: Una historia más de chica-conoce-chico en el contexto de la ciudad de Los Angeles, meca de Hollywood, donde una joven actriz busca su sueño de trabajar en el cine y un músico underground de jazz sigue aferrándose a la ilusión de hacer renacer los viejos clubs de jazz de la ciudad que él ha idealizado. Sobre estas premisas, Damien Chazelle arma un filme portentoso a nivel visual, pretendidadmente nostálgico que bebe del musical clásico del Stanley Donen o Vincent Minnelli además de referenciar un buen puñado de films clásicos de la época de los grandes estudios. Y lo hace con maestría, precisión, pulso y clasicismo con un montaje en el que prima la sencillez en la coreografía antes que el abuso en la edición en la sala de montaje.
Ya en el arranque del film nos compone una escena musical multitudinaria con un plano-secuencia prodigioso para acabar presentándonos a nuestros protagonistas adentrándose en la ciudad en busca de sus sueños por una de esas arterias que conforman la kilométrica red de autopistas de la ciudad de Los Angeles. Los personajes encarnados por Ryan Gosling y Emma Stone no van a tener un flechazo a primera vista, pero el azar se empeñará en unirles hasta que reparen el uno con la otra para conocerse y enamorarse (y ayudarse a cumplir sus sueños). Dos seres rechazados por el sistema que, con el discurrir de un año, van a vivir todas las etapas por las que pasa una relación. Casi una vida.
Si maravillosa es la escena inicial, no menos lo son los números de «Someone in the crowd» (esos juegos con los pliegues de las faldas tan «West Side Story» de Mia); la escena del tercer encuentro fortuito de Mia y Sebastian buscando sus coches aparcados ante un Los Angeles crepuscular. Una concatenación de números musicales y escenas que culminará bajo de las estrellas en el planetario con un primer tercio del filme sublime, delicioso, rozando la perfección al combinar musical y comedia romántica (qué ganas de volver a ver el arranque del «Tú y yo» de Leo McCarey me están entrando) para vivir como Sebastian y Mia acaban enamorados.
Podemos decir sin equivocarnos que La La Land es desde ya un clásico del cine, ya que sabe pulsar las suficientes teclas que la han de hacer atemporal: Los recursos de ese niño prodigio que es Damien Chazelle en la dirección, los guiños a esa industria y ese cine clásico que está extinguido pero que sigue siendo la fuente de todos los sueños, un puñado de buenos números musicales (a pesar de la falta de swinger y gancho de las dos canciones principales que vertebran el film: «City of Stars» y «Mia & Sebastian’s Theme») y la esplendorosa actuación de una Emma Stone que va a hacer de Mia un hito en su ya reconocida carrera artística. Sus ojos, su mirada son los que sujetan la película cuando esta flaquea y los que la elevan a las mayores cotas que el género ha alcanzado en las últimas décadas.
Nota: 8’5