Por Paco Latorre
Pura estética arrebatada -en la autobiografía de otro furioso como es Klaus Kinski, Zulawski es de los pocos que no recibe palos aunque el alemán dice que Lo importante es amar le importa un pimiento-, el cine de Zulawski es tan profundo como ridículo en sus pretensiones de trascendencia (lo dicho: cine europeo de los setenta), pero tiene la valentía y el arrojo de la pura carnalidad y de escupirle en la frente a la audiencia: Zulawski no es un pedante esteta apasionado al que parece importar bien poco la reacción del público frente a su obra más allá de la necesidad, eso sí, de que exista esa reacción; y que cuanto más vibre en el estómago, mejor. Me resulta difícil imaginar a un Gaspar Noé, por ejemplo, sin la herencia del cine de Zulawski.
Si un tema ha recorrido la filmografía del polaco ha sido el amor y la pasión destructiva -las más- y redentora -las menos-. Entiende Zulawski que el amor es puro exceso, y su cámara noquea en su nombre. La quintaesencia de su cine es, desde su título, Lo importante es amar ; trágica, durísima pero conmovedora historia de amor a tres que aunque a ratos llega a ser ridícula en el buen sentido supone una bella elegía a la esperanza depositada en el amor. Cruda, pero al mismo tiempo recargada, la película por sí misma bien merece el esfuerzo de atreverse a cruzar las líneas que el cineasta propone.
Es La posesión para los amantes del cine fantástico su obra más representativa, y no me extraña. Un cruce alucinado entre La semilla del diablo, El exorcista, la serie b más gomosa y el maravilloso toque arty propio del melodrama canónico; todo aderezado con unos puntos de surrealismo-se imagina uno a David Lynch poniéndose muy burro con ella- y una Isabelle Adjani que nunca ha estado más lechosa y más guapa. Inolvidable la escena del metro por definir bien semejante desbarre personalísimo: cómo parece doler el gestar y parir según qué cosas, según que cine.
Si ustedes preguntan, mi favorita es La fidelidad. No sólo porque salga Sophie Marceau en toda su gloria sexual -Zulawski y ella fueron pareja sus buenos años; así también soy yo existencialista, no te jode- sino porque bordea cada una de sus obsesiones desde una óptica más gamberra de los normal y estudia la pareja, el desamor y el engaño desde una cosmovisión burguesa con la que uno casi disfruta más que sufre por sus personajes. Tan pretenciosa como para atreverse a sacar un tiroteo con ametralladoras a cámara lenta porque ella lo vale, La fidelidad es una delicia de dos horas para degustadores de lo afrancesado y de los yonquis de trascendencia, o simplemente para aquellos que con cierta distancia y mucha sorna quieran cine valiente.
Poeta porque así lo quería y paso de llevarle la contraria, Andrzej Zulawski nos deja una ausencia difícil de cubrir en el panorama cinematográfico habitual en el que la sangre no bulle en las venas y las películas no palpitan cabalgando en la desmesura. Le queremos y le echaremos de menos, qué duda cabe.